Había que proteger a Sho Tai, el último rey de Okinawa. Los
samuráis se acercaban lentamente como una masa de hierro fundiéndose en el
horizonte. Estaban decididos a atacar. No había un primer golpe. No existía un
primer ataque. Había que esperar. Había que proteger al último rey.
No hay armas. Aislados. Desterrados por el tercer shogun
Tokugawa, Tokugawa lemitsu, que no abdicó. Nunca lo hizo. La necesidad de defensa de los indígenas
de Ryukyu, de los pechi, de los samuráis de Okinawa, les llevó a crear un arte basado
en la fuerza, la sabiduría y con cierta magia. Un arte que fusionó lo mejor de
las Islas Te y el kenpo.
Secuencias de golpes de puños y patadas inundaron el valle. Posturas
impecables, implacables, rígidas y astutas. La coordinación de respiración, equilibrio
y espíritu. Giros de cadera que levantaban el polvo haciendo caer a sus
adversarios como si de un golpe de katana se tratase. Y es que ese mismo golpe
era el objetivo. Golpes vitales, luxaciones, inmovilizaciones. Contundentes.
Sin piedad. Movimientos fríos y calculados.
Respeto. Eso ganaron en cada batalla.
Aparecieron variantes y destacadas figuras de cada una de
ellas, Kanryo Higaonna (Naha-Te),
Anko Hitosu (Shuri-Te) y Kosaku
Matsumora (Tomari-Te). Cada una
era especial, particular, tanto en la técnica como en la práctica, pero ninguna
perdía la esencia.
─ Yo
lo haré ─ dijo Gichin
Funakoshi. ─ Llevaré
el karate a cada rincón de Japón ─
Aprendiz de Asato Anko y Anko Itosu, dos de los discípulos de los maestros
precursores, hizo
la primera demostración pública de este arte.
Kyoto, 1917. La impresión de los japoneses se veía es sus
caras. Entre los espectadores, el príncipe heredero Hirohito. Funakoshi vestía
un karategi blanco. Parecía estar hecho de una tela ligera pero resistente. El
uwagi dejaba ver su pecho. La solapa izquierda cubría a la derecha, una herencia
feudal para portar la katana y poder desenvainar sin problemas; un Obi negro de
alpaca lo ajustaba a la cintura dejando ver un zubon cómodo y por encima de los
tobillos que no le impediría dar patadas imposibles.
Nadie lo conocía pero todos oyeron hablar de él. Jano Kano
quiso conocerle, ayudarle, promocionarle, aprender. El maestro precursor del
Judo consiguió que Funakoshi llegase lejos. Consiguió a su lado expandir el
karate. En sus pensamientos la claridad, “el purgar de uno mismo los
pensamientos egoístas y malos. Porque solo con la mente despejada y consciente
puede uno entenderse, así como el conocimiento que recibe”.
─ ¿Cuál es la
diferencia entre un hombre del Do y un hombre insignificante? ─ preguntó un
karateca a su sensei. ─ Cuando el hombre
insignificante recibe el cinturón negro primer Dan, corre rápidamente a su casa
gritando a todos el hecho. Después de recibir su segundo Dan, escala el techo
de su casa, y lo grita a todos. Al obtener el tercer Dan, recorrerá la ciudad
contándoselo a cuantas personas encuentre.─ respondió continuando ─ Un hombre del Do que recibe su primer Dan,
inclinará su cabeza en señal de gratitud; después de recibir su segundo Dan,
inclinará su cabeza y sus hombros; y al llegar al tercer Dan, se inclinará
hasta la cintura, y en la calle, caminará junto a la pared, para pasar
desapercibido. Cuanto más grande sea la
experiencia, habilidad y potencia, mayor será también su prudencia y humildad.
Y es que Funakoshi
creía en la humildad como base interior y exterior a la hora de percibir,
entender, y aprender el karate.
Hoy en día hay muchos estilos, muchas variantes y ninguna
pasa desapercibida.
Sin extenderme más, aunque podría hacerlo, quiero darles
protagonismo con esta entrada a todos los karatecas españoles que siguen este
arte, siempre en la sombra, y destacar a los equipos nacionales que nos
representan allá a donde van con constancia, trabajo y lucha por bandera en el
estilo Shito ryu (fundado por el maestro Kenwa Mabuni), una
mezcla filosófica de "paz y ayuda" y de técnicas de corta y larga
distancia.



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